Amadeus (Milos Forman) II

Viene de: Parte I

Bueno, aquí voy con la segunda parte, un poco más seria.

Salieri tuvo un sueño y éste se cumplió. Su pasión por la música era una llama que ardía fuerte y aún niño fue lanzada a Dios como una plegaria, un canto hondo que se hizo alma al pedirle:


Señor... hazme un gran compositor. Déjame celebrar tu gloria por medio de la música y que me celebren a mí. Hazme famoso en el mundo, querido Dios. Hazme inmortal. Después de que muera deja que la gente me recuerde por lo que escribí. A cambio de eso te daré mi castidad, mi laboriosidad, mi profunda humildad a cada hora de mi vida. Amén.

Salieri creció en un pueblo humilde con un padre comerciante, y no obtuvo en aquel entonces quien lo apoyara en su incipiente talento. ¡Tan diferente al padre de Mozart, que educaba y exhibía a su hijo en cuanta corte real le fuera posible! Pero: ¿adivinen qué? Su plegaria fue escuchada: aquel pobre niño ignorado en algún pueblo de olvido llegó a convertirse en el compositor de cámara de José II, monarca de la gran capital de la música: Viena ¡Milagro! ¡Milagro! Y él respondió a este anhelo cumplido con profunda castidad y hondo trabajo.

Supo entonces que Mozart llegaría a Viena y daría allí un pequeño concierto. Era momento de conocerlo. Con tanto virtuosismo, algo en su rostro debía delatarse: una expresión noble, serena, quizá profunda, en fin, un algo que lo descubriera como un mensajero de Dios. ¿Quién entre tantos jóvenes podría ser?

El momento llegó, y este fragmento muestra qué ocurrió allí:





La fuerza de esta pieza reside en su paradoja. Por una parte, Salieri vive la música de Mozart hondamente, y se le observa en escena con delicada sorpresa, con un disfrute íntimo cuando dice (al propósito de la pieza de música): "El comienzo, simple... casi cómico. Nada más que ritmo. Fagotes, clarinetes, como guías de ondas oxidadas. Y de repente... arriba de ellas un oboe... una nota simple, suspendida, firme... hasta que entró un clarinete, la endulzó en una frase de tal deleite...". Pero desgraciada sorpresa, aquella obra magnífica en la que parecía escucharse la voz de Dios fue compuesta por esa "criatura vulgar de risa estúpida" que se arrastraba por el piso del Palacio al corretear a su prometida. Vaya situación incomprensible: "¿Por qué debía Dios escoger un niño obsceno como su instrumento?" Aquello no podía más que ser un accidente, un error.



Bien, dicho el relato, he aquí lo que en mí todo esto se deriva.

Toda paradoja crea un conflicto interno, o más exactamente: la irresolución de una paradoja interna nos puede petrificar entre dos polaridades aparentemente irreconciliables. Pero existe un punto en que una paradoja se transforma en una verdad significativa.

Aquella afirmación que reza: "no es posible bañarse dos veces en el mismo río" encarna una paradoja. En principio es un absurdo: el río Nilo es el río Nilo. Punto. Si fuera diferente en todo momento, jamás podría distinguirse de entre todos los demás. Pero cuando ampliamos nuestra visión vemos que ese río que identifico como el mismo a cada instante se renueva en su interior constantemente: ya no presenta las mismas aguas, y por eso a pesar de reconocerlo, no es el mismo. No sólo es él quien cambia: también nosotros cambiamos. Pasamos de ser niños a ser adolescentes, luego adultos, luego ancianos. A cada instante somos distintos, pero este "ser diferentes" está hilado entre sí por una estructura, una memoria que nos permite reconocernos en el espejo sin sufrir por ello fuertes crisis de identidad. Aclarado esto, piensen ahora en las "polaridades" amor-odio, profesión-hogar, realidad-fantasía, poder-humildad, hombre-mujer, profundo-superficial, etc., y encontrarán en sus propias vidas puntos aparentemente irreconciliables. Éstas son sus paradojas irresolutas.

En esta historia, la paradoja de Salieri pareciera ser la siguiente: Dios en su grandiosidad, sólo puede darse a conocer a través del mejor de sus hijos. Sin embargo, al hacerse voz a través de la música, escogió al más vulgar de ellos.

No es una paradoja "nueva", si bien conduce a Salieri a una verdadera crisis existencial. Para quienes vieron la película Jesús de Nazareth de Franco Zefirelli recordarán el rostro consternado de Pedro cuando Jesús dice a Mateo -recaudador de impuestos- que irá aquella noche a cenar a su casa. Parece incomprensible y doloroso que Dios -toda santidad- decidiera manchar su propio nombre al encontrarse con gente vil. En la casa de Mateo, Jesús narra la historia de El Hijo Pródigo y Pedro, que lo escuchaba desde un rincón de la puerta, se conmueve profundamente. Ahora Simón Pedro es capaz de entrar en la casa del pecador y ver en sus ojos a un igual, a un hermano. Dentro, la paradoja ha sido resuelta.

No hubo final feliz para Salieri, porque en su interior esta paradoja quedó eternamente desestructurada. ¿Por qué de entre todos los hombres Dios escogió el más obsceno para expresar lo más sublime? Expresamente: Si el goce de ser el elegido no estaba destinado a su persona, ¿por qué no encarnarlo en otro individuo que moralmente "lo superara"? ¿Por qué?

Quizá porque la nobleza en el hombre sólo aparece tras vivir y asimilar su propia bajeza, y no en la representación actoral de la bondad.



Bueno, voy a dejar esto hasta aquí. Me he extendido mucho y todavía queda bastante por comentar: me resulta prácticamente imposible completar una idea sin encontrar variantes interesantes de incluir. Quiero, antes de irme, darle un toque personal a este microensayo anterior.

No es fácil vivir nuestras propias parábolas. Yo particularmente me siento escindida entre el afecto y la soledad. Entre la envidia y la autoexpresión. Entre el deseo de un inmortal triunfalismo y la sencilla tarea de ser yo misma (a veces no sé bien qué quiero decir yo con esto). Entre tantas cosas. El tema que se expone en Amadeus es muy humano, y nos toca a cada uno en nuestros puntos más ciegos. ¿Podremos detenernos en algún instante a ver lo que no queremos ver, y oír lo que no deseamos oír?


Continúa: Parte III

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