Cuando hablamos de muerte, se nos viene a la memoria el reino de los gusanos, y unos restos sellados en una caja de madera. Hay quienes la piensan como una vida que se supera a sí misma, ya sea mediante la esperanza de una nueva resurreción o por medio de la reencarnación en otras historias. Para otros, la muerte danza como un eterno e irremediable silencio: del alma sin su cuerpo, del cuerpo sin su alma. Unos pocos se siguen preguntando -hoy en día- si en verdad estuvieron vivos: si no han sido más bien el efecto de una vaga ilusión poco imaginativa, una consecuencia que carece de causa inicial. Sin embargo, para estar bien muerto no basta -ni sobra- la credencial necropolitana que acredite la paz de unos restos o un epitafio inscrito en la losa de un mármol. Para estar muerto se necesita el permiso de la madre y el padre; de los hermanos y abuelos; de los hijos y nietos; de los tíos, primos y sobrinos; de los amigos; de la comunidad y el párroco; de la nación y el planeta. En ese sentido, hay quienes nunca terminan de morirse, y sus restos óseos aún emiten un sonido claro y vivo, a pesar que unas indicaciones médicas le decretaran descanso ad eternum unos cuantos siglos atrás. Pero hoy mis ánimos invocan a los muertos y no a los vivos.
Desde el inicio de los tiempos, el fallecimiento del hombre es requisito previo para vivir en cualquier comunidad. Quien ignora su muerte, habla de su yo con la petulancia propia de un eco de vitrina. Su personalidad viene diseñada en cómodos paquetes que incluyen ropa, corte de cabello, condón, carrera, trabajo, número de hijos, ideas políticas, música y a veces, inclinaciones sexuales. Sin embargo, morir es un estigma -no un arte- que marca profundamente el alma de los muertos que logran aceptar y vivir su propia tragedia. Quien ha fallecido no puede más que sentir vergüenza de sí mismo. De vez en cuando, estos hombres sienten un hálito de esperanza y la posibilidad de vida les hace brillar los ojos. Pero la realidad vuelve a mostrarles que todo muerto permance muerto y sólo les queda seguir su camino con la dignidad de un fantasma, o intentar momificar su vida a través del suicidio. En contadas ocasiones las cenizas se agrupan para conformar un cuerpo. Y un alma. Pero ya les dije, no vine a escribir sobre los vivos, sino sobre los muertos.
Que en paz descancen.
Aire
13 de agosto de 2002
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2 voces:
la muerte, el fin de todo..........
O el comienzo de muchas cosas :)
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